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viernes, 9 de diciembre de 2016

HORA DEL RELOJ


Escribe: Rogger Alzamora Quijano




Súbitamente mi madre se alistó para viajar conmigo. Yo había cumplido diecisiete y ese día daba fin a mis vacaciones. Debía prepararme para postular, por deseo de mi madre, a la escuela de oficiales del ejército. Era su sueño y yo estaba dispuesto a complacerla.

Arribamos a Huaraz al filo del mediodía. Por entonces, año setenta y seis, la capital de Ancash se recuperaba desordenadamente de los estragos del gran terremoto. La efervescencia bullía por todas partes. Caminamos hacia la agencia de autobuses. Debía partir a Lima a la una y media. Mi madre regresaría a Aija al día siguiente. De pronto, se detuvo en Sotomayor y Cía., una tienda atestada de gente, escaparates, mostradores y fotografías. Me quedé afuera. Media hora después mamá salió con un pequeño paquete. Caminamos en silencio. Quizá ella sabía lo que yo ignoraba y no presentía. Imaginé que la tristeza por la separación ahorcaba nuestras palabras.

Unas cuadras más adelante, mi madre y yo entramos a su restaurante favorito. Mientras esperábamos la comida, ella puso sobre la mesa el pequeño paquete, desplegó la envoltura y extrajo de la caja un reluciente reloj Tissot automático, de esfera y correa azules y caja gris.

- Es tu regalo, por todos los cumpleaños que no pude celebrarte ni regalarte- dijo emocionada.

La miré perplejo. Tomó mi muñeca y colocó ella misma el fastuoso reloj.

Hice un inventario rápido de mis cumpleaños. Fueron dos o tres -los años recientes- en los que mi madre me había ofrecido comprarme una bicicleta. Varias razones impidieron que lo hiciese, pero a mí no me importó. Nunca tuve una fiesta de cumpleaños, desde muy pequeño mamá se encargó de hacerme comprender que lo que ahorrábamos en celebraciones nos serviría par ir a Lima los dos meses de vacaciones escolares. Nunca se lo pude agradecer lo suficiente. Ella siempre prefirió abrirme la mente al conocimiento.

Me quedé mirando aún incrédulo mientras le daba gracias y gracias mil gracias. Para una maestra de escuela provinciana, era poco menos que un sueño imposible lo que estaba sucediendo. Mamá calmó con un beso mi emoción.

Ya en la barranquina casa de mis padrinos, donde viví por algunos meses, apenas me quitaba el reloj para ducharme, pero inmediatamente después, me lo volvía a poner.

Cierto día, mi padrino ironizó, preguntando si había hecho el intento de quitarme el reloj. Tras las carcajadas de la mesa familiar, me aconsejó que por las noches me quitara el reloj y lo pusiera sobre el velador.

Diez meses después, a las cinco de la madrugada, me despedía de mi madre en la helada mesa del mortuorio del hospital Rebagliati. Le agradecí su tesón por librarme de la vida mundana y hacerme tolerante, abierto, inclusivo, solidario.

La vida, el mar.
Los minutos, las olas.
La vida es de momentos,
de trozos, de sorbos.
No hay más
que sembrar en la memoria
y labrar los recuerdos
cada día.

Anduve de aquí allá, con tanta suerte que no me perdí. Un día mi padrino me pidió prestado el reloj y se lo di de buena gana. Lo tuvo por más de un año hasta que se lo pedí de tanto extrañar a mi madre. Un treinta de agosto un seudo feligrés magistralmente robó mi reloj, última traza tangible de mi madre.

Sin saber que iba, regresé.
Sin tiempo y sin fe.
Por las noches enmohecía
y de día el desconcierto.

Aprendí a golpes,
como debe hacerse en estos casos,
en que la vida te cobra
sus cuotas por adelantado.

Durante veintinueve largos años mi muñeca me dolió de tan vacía. Más en los noviembres y agostos, porque coincidían con mis fríos subterráneos, inaccesibles, eternos. Al fin no debía permitir que se cumplieran los treinta, así que decidí ponerle una prótesis a mi memoria de culpas y arrepentimientos. Me eché a buscar pacientemente un reloj igual o similar, de la misma casa helvética (ya no estamos en los ochenta) hasta que llegó la hora del reloj. Encontré un Tissot de caja gris metálica, correa de cuero azul, moderno pero señero y hermoso como aquél. Apenas lo vi me llené de nostalgia. Sentí que mamá dijera: ¡ese! No por la moda, no por la marca ni lo que concierne, sino porque de algún modo era recuperar el último aliento de mamá. Ya sé que he tardado mucho.

Lo he comprendido. Gracias por el mensaje, mamá. Simboliza, además, tu vigencia, tu triunfo sobre la muerte y sobre cualquier sinónimo de la palabra imposible.

Tengo el sello de su raza,
tengo la magia de sus ojos.
Hay música en su nombre,
y en su voz flores azules.

Tengo su luz,
el tic tac de sus ojos.
Tengo el tiempo.



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